“Halo…quisiera saber si podría…tomar un día de descanso para mi salud mental” yo le pregunté al doctor del Cuerpo de Paz, mientras me temblaba la voz. Ni siquiera sabia lo que estaba pidiendo, exactamente. Había escuchado rumores entre los voluntarios que según ellos, podríamos tomar dos días de descanso al año y quedarnos en un hotel en Managua. Sin embargo, otros voluntarios se habían quedado mas que dos noches en hoteles en Managua.
La semana pasada, se había terminado mi relación romántica con mi novia. Yo sabía que tenía que seguir hacia adelante con mi vida. No tenía otra opción.
Como la mayoría de la gente que se atreve a ser tan valiente para pedir ayuda psicológica, yo había esperado demasiado tiempo para hacerlo. Después de que se terminara la relación, yo sentía que estaba superando la tristeza de una manera adecuada. Si había llorado, pero todavía podía comer y hacer ejercicio. Creía que estaba siendo fuerte, pero de repente, un jueves por la mañana, me llegó el pánico.
No toleraba estar sola en mi casa. Empecé a tener pensamientos de ansiedad: “¿Cómo puedo hacer que pase más rápido el tiempo?” “¿Volveré a ser feliz? “¿Que demonios hago ahora?”
Empecé a llorar mientras confirmaba que iba a venir a Managua a las 3 PM para mi cita en la oficina médica. Pedí que me dejaran hablar con Martha porque creía que ella era psicóloga. Martha nos había dado charlas sobre la salud mental durante nuestro entrenamiento, pero recordaba poco más de eso. Resulta que ella no es psicóloga, pero como todos los doctores del Cuerpo de Paz, ella está capacitada para atender a los voluntarios que piden ayuda psicológica de nivel básico.
¿Me va a juzgar por ser gay? Mientras hacía mis maletas, temía hacerla incómoda cuando le explicara de mi relación anterior con una mujer.
Estaba nerviosa porque no sabía como iba a pasar el fin de semana. Me subí al expreso para Managua, y pensaba en la incertidumbre sobre mi situación. Tomar unos días de descanso para la salud mental es un concepto abstracto. Tenía la impresión de que me iban a dejar en un hotel por una noche o dos, no más que eso, y que me regresarían a mi ciudad. Todos los voluntarios dicen diferentes cosas sobre lo que ellos hicieron durante estos días que pidieron. Nada más quería saber lo que me iba a pasar.
Entré a la oficina y me senté. Me sentí nerviosa y con frío, porque estaba prendido el aire acondicionado, algo que ya no estoy acostumbrada a tener en este país. ¿Que tanto le voy a contar a Martha? ¿Pensará que estoy deprimida, y me mandará para mi país? Mis pensamientos no paraban de estar llenos de temor y de pena. Traté de distraerme un rato y leía parte del libro, Bossypants, escrito por Tina Fey. Leí sobre cómo se vestía de joven, y vi una foto de ella de joven, vestida con un traje ridículo de color blanco.
Martha me llamó. “¿Me contaron que no te esta yendo muy bien. Qué te esta pasando?“ me preguntó, con una voz suave y tranquila.
Es cierto que ya había llorado bastante, pero no sabía que podría llorar por una hora y media. Por primera vez en muchísimo tiempo, me sentí tan vulnerable como una bebé recién nacida, abandonada en medio de un bosque frío y oscuro. A lo mejor es porque todavía no estaba acostumbrada al aire acondicionado. Mas que nada, es porque sin duda, me sentía culpable por haberle pedido ayuda a alguien.
La mitad del tiempo, ni siquiera podía mirarla a los ojos porque me sentía tan avergonzada de que en este momento, yo no era una superheroína. Allí me senté, llorando, avergonzada. Aunque mis ojos estaban mas rojos que nada, y me costaba cerrarlos, estaba feliz. Estaba feliz porque por fin, decidí de ayudarme a mi misma. Hubiera hecho una cita meses antes para conversar con Martha.
Yo le conté todo. Me dio el espacio y la libertad de hablarle de todas las cosas que tenía que contarle, y más. Fue evidente que tampoco era su primer paciente gay. Ella había tenido varios voluntarios que tenían experiencias parecidas a la mía. Me sentí aliviada porque en mi cuidad, siempre estoy jugando un juego de “¿Me quedo o me salgo del closet?” cuando conozco a personas diferentes. Creía que iba a tener que seguir jugando este juego en la oficina para preservar mi sentimiento de seguridad, pero no lo tuve que jugar. Sentí que pude ser la persona que yo soy con ella sin que me juzgara.
Mi sesión de terapia con una Nicaragüense era diferente a las sesiones que he tenido el los Estados Unidos. A la diferencia de los psicólogos en mi país, ella no estaba mirando cada 10 minutos hacia su reloj. Con ella, no me sentía apresurada. Podíamos tomar el tiempo, porque como dicen en Nicaragua, “hay más tiempo que vida”. Nos sentamos. Pensamos. A veces pasaban 20 segundos y ambas nos quedábamos calladas. Aprendí en Nicaragua que el silencio no es un desperdicio de tiempo. Si no tienes nada que decir, al ratito te va a ocurrir algo. Martha me dio el tiempo que necesitaba para procesar la pérdida de alguien que quería mucho.
Martha aprendió mucho sobre mi (aunque eran experiencias negativas), y también yo aprendí mucho de ella. Por ejemplo, le fascina el café. Hace tiempo, trabajó en África. Me dio el consejo de que si yo fuera a África, no podría ir sin probar el café que crece alrededor del monte Kilimanjaro. Antes de ir a dormir, ella olía el olor exquisito de su bolsa de café para sentirse más en casa. Eso es lo que todos queremos: sentirnos en casa.
Después, fue tiempo de irme. Quería quedarme allí con ella, riéndome de sus historias y llorando cuando necesitaba sacar mi tristeza. La oficina estaba llena de voluntarios que se habían iniciado el programa esa mañana, justo como yo había echo en Noviembre. Lucían en sus trajes, vestidos, y tacones. No quería que mis ojos rojos fueran la bienvenida la vida de un voluntario. Cuando por fin me esforcé a salir, sentía sus miradas confundidas. Espero que creyeran que solamente había sufrido una reacción alérgica. Pero, si leen esto, al fin entenderán por qué me veía como si se me había metido una flor llena de polen a la nariz, y que los doctores tuvieron que sacarla con una operación de cirugía.
Me quedé dos noches en el Hotel Brandt’s. Al día siguiente, regresé a hablar con Martha. Seguimos explorando como iba a superar la tristeza, y me dio las herramientas para hacerlo. Yo decidí que necesitaba recomenzar a escribir para expresarme. Antes escribía bastante en mi blog, pero estaba tan distraída con el pasado y el estrés que lo acompañaba.
Esa noche, unas de mis mejores amigas, Jen, se quedó conmigo. Por fin, estaba al lado de alguien que me entendía y me apoyaba en lugar de juzgarme por tomar un descanso. Ella me recordó de la importancia de vivir en el presente, que es un reto para mi, porque siempre pienso en el pasado o en el futuro. Durante nuestro desayuno, me preguntó: “¿Y entonces? Qué tiene de malo este momento, ahorita?” No se me ocurrió nada. Teníamos piña y papaya ilimitada. El café no era instantáneo. No me pude quejar de nada.
La siguiente noche, me quedé en León para enseñar inglés. Estaba lloviendo fuerte, y el olor a tierra húmeda me recordó de las tormentas que pasaban en mi pueblo de Moses Lake, Washington. Es un pueblo aislado, caliente, y seco. La lluvia no va muy seguido allá. Aún llega menos que en León. Empecé a escuchar música country para sentir más la nostalgia de mi pueblo. Me acuerdo de escuchar a la estación de radio country 100.3 mientras que manejaba por las granjas y cosechas de maíz en al camino a mi trabajo como cajera en McDonald’s.
Esa noche, escribí una carta a mi misma, en la cual empecé a hacer lo imaginable: me empecé a perdonar. Siempre me estoy criticando, Y me he sentido culpable por no poder ser una superheroína cada minuto de la vida. Por fin acepté mi vulnerabilidad, y me di cuenta de algo: ser vulnerable no es lo mismo que ser débil. Ser vulnerable es ser fuerte.
Después fui a pasear con una nueva amiga, Hope, que viene de Chicago, la misma ciudad de donde viene Jen. Ella también enseña inglés en León. Pensaba que ella y su novia iban a cancelar nuestra cena por la lluvia. En lugar de salir a las 7, tuvimos que esperar a que se calmara la lluvia. Salimos a las 8:30.
A Julio, el novio de Hope, le encantaba hablar de la historia y cultura nicaragüense. Era orgullosamente Leonés. Le gustaba contarme de la historia de la erupción del volcán Momotombo, que destruyó la antigua ciudad y que se tuvo que relocalizar a su lugar actual. Jamás se me iba a ocurrir esto, porque las catedrales se miran como si habían estado aquí por siempre. Hablando con Julio me hizo pensar en el nivel de interés que yo tenía para aprender más sobre la historia de Nicaragua antes de venir. Fue como si el destino me quería decir que tenia que apreciar mi tiempo en Nicaragua por le que era, no por lo que debería de ser.
Después de mi estancia en León, regresé a Managua. Jen y yo comimos humus y sándwiches de falafel en Albasha, un restaurante. Disfruté estar rodeada por gente que hablaba el árabe. No se porqué, pero aprecié el hecho de que me gusta lo que no conozco. No sabía lo que eran la mitad de las cosas ofrecidas en el menú, pero eso fue lo que me gustó. Comiendo en ese restaurante me acordó de que tan grande es nuestro mundo. Necesitamos explorarla en lugar de enfocarnos en nuestros problemas del pasado.
La próxima mañana, conversamos con otros voluntarios que también se habían quedado en el hotel Los Pinos. Intuí que Jen no se sentía incomoda explicándoles que ella estaba allí porque no me estaba yendo bien. Le dije que no había falla, que yo los decía francamente porque estaba allí, y que no se tenía que preocupar. No debería haber tanto estigma asociada con tomar un descanso o ayuda mental. Me hizo raro que al explicar mi situación, nadie me preguntaba “¿Y porque necesitas terapia?”. Fue al revés. La mayoría de los voluntarios reaccionaban con empatía, mirando hacia arriba y diciendo “Ah, ya. Todos necesitamos ayuda a cierto punto”.
Este fin de semana me recordó que aunque nos sentimos incómodos pidiendo ayuda, es necesario poder hablar del salud mental. El salud mental nos afecta a todos. Cuando yo le contaba a la gente que esta semana fue muy difícil para mí, no quería simpatía, ni que se sintieran mal por mí. Quería ser sincera. Cuando admitía a mis amistades que necesitaba conseguir ayuda mental, sentía que estaba normalizando una necesidad que esta demasiada estigmatizada.
Cuidar la mente es tan importante cómo cuidar cualquier otra parte del cuerpo. Nosotros, los voluntarios del Cuerpo de Paz, nos sentimos bastante cómodos al hablar de que tuvimos diarrea o el dengue. Todos hemos tenido parásitos en el estómago o infecciones bacteriales. ¿Cuándo empezaremos a hablar del salud mental no este nivel de tranquilidad? Cuando nos demos cuento de que la vulnerabilidad mental no es lo mismo que la debilidad.
Recursos:
El libro El Poder de Ahora, escrito por Eckhart Tolle, me ha ayudado mucho durante esta situación.
El Ted Talk to Brené Brown, "El Poder de la Vulnerabilidad", se encuentra aqui.